lunes, 21 de mayo de 2018
Gladys Aylward ....POR RITA AMODEI
Gladys May Aylward.
Gladys Aylward (Edmonton, London, 24 de febrero de 1902 – Taiwan, 3 de enero de 1970) fue una evangélica cristiana de origen británico, que sirvió como misionera en la China, durante más de 20 años; su vida está plasmada en la obra "The Small Woman" del autor Alan Burguess, luego este libro seria llevado a la pantalla grande con el film "The Inn of the Sixth Happiness"1 bajo la producción de la Twentieth Century Fox, protagonizada por Ingrid Bergman y rodada íntegramente en Inglaterra y Gales.
Primeros Años
Aylward nació en una familia de clase obrera en Edmonton, norte de Londres, en 1902. Sus padres eran Thomas John Aylward y Rodina Florencia Aylward. Sus hermanos eran Laurence y Violett. Se convirtió en una trabajadora doméstica (criada) a una edad temprana, siempre tuvo la ambición de ir al extranjero como un misionera por ello se inscribió en "La Misión a China" una ONG que financiaba a misioneros que iban al país asiático, aunque por su malo rendimiento académico y su dificultad para aprender el idioma y las tradiciones chinas, fue expulsada de la institución. No dejándose abatir por la situación, comenzó a trabajar de criada en la casa de un ex funcionario británico que había prestado servicio en tierras orientales, fue el mismo quien le proveyó a Gladys todo tipo de documentación, libros, y objetos traídos de China, que sirvieron de gran manera en la preparación de la futura misionera.
En 1932, habiendo ahorrado todo el dinero que recibió por sus labores domésticas, partió en tren desde la terminal de Londres hacia China, representando su viaje un gran peligro, ya que ese mismo año explota la guerra entre Rusia y China,2 su viaje continua hasta llegar a Siberia donde el ferrocarril se detuvo por el conflicto viéndose obligada a bajar, divago durante la noche con temperaturas extremadamente bajas hasta que fue interceptada por un soldado soviético y llevada a un cuarto para luego ser presentada a las autoridades comunistas, esa misma noche, conoce a una mujer que logró liberarla a través de un navío de origen japonés llegando a Tokio 3 días después, desde allí hacia su destino, el corazón de China, llegando a Yangcheng, provincia de Shanxi, luego de varias semanas de viaje.3
Obra en China
A su llegada a Yangcheng, Aylward trabajó con la misionera mayor Jeannie Lawson, y fundaron una posada a la que llamaron "The Inn of the Sixth Happiness"(El albergue de la sexta felicidad), que les sirvió como método de expandir la fe cristiana, hasta la defunción de Lawson. La muerte de ésta, significo para Gladys Aylward una gran preocupación ya que ambas subsistían de los fondos que le proporciona una institución que patrocinada a Lawson. Sin dinero y sin compañía, Aylward quedó desprotegida y su malestar emocional se profundizo; luego de unas semanas el gobierno chino le ofreció un puesto como "Inspector de pies" a raíz de una ley que obligaba la anulación de la tradición de vendar los pies de las niñas, puesto que Aylward ganó por el gran tamaño de sus pies en comparación con el tamaño de su cuerpo. Se desempeñó con mucho éxito habiéndose ganado la simpatía de las masas y del propio mandarin. Aylward se convirtió en ciudadana china en 1936 y fue una figura respetada por la comunidad, habiendo adoptado a más de 100 niños huérfanos y abandonados, la primera adopción fue una niña a la que llamó "Nueve Peniques", la suma que pagó (sin querer) por la niña que fue cedida por una mujer que la llevaba como un paquete. Luego de ese episodio llegaron mas niños a la posada de la misionera, aumentando el número a más de un centenar de infantes. En 1938 la remota aldea fue invadida por fuerzas japonesas, en el marco de la guerra sino japonesa, representando un gran peligro, Aylward condujo a más de 100 huérfanos a su cargo por las montañas buscando un lugar para refugiarse, atravesó el lago amarillo hasta llegar a una aldea que le abrió las puertas, en ese mismo momento cayo desmayada siendo posteriormente hospitalizada y diagnosticada de fiebre tifoidea y un sinfín de otras complicaciones, finalmente sanó gracias a las medicinas enviadas desde los Estados Unidos. Regresó a Gran Bretaña en 1948, donde, después de la muerte de su padre buscó volver a China. Sin embargo, ella se le negó el reingreso por el gobierno comunista y en su lugar se instaló en Taiwán, en 1958. Allí fundó el Orfanato Gladys Aylward salvando de las calles a más de 200 niños, brindándole educación, comida, techo y la herencia de la fe cristiana evangélica, hasta su muerte en 1970.
La Posada de la Sexta Felicidad
En 1958, se lanzó el film "The Inn of the Sixth Happiness" basada parcialmente en su vida, el nombre de la película se debe a la posada en donde Aylward vivo durante más de 20 años. Aunque el film encontró gran éxito internacional gracias a la difusión a través de la radio y la TV, Aylward se enfadó de gran manera por la interpretación de la protagonista Ingrid Bergman en las muchas libertades que se tomó en su representación, añadiéndole que no se parecía físicamente a la misionera. Muchas escenas no representaron con objetividad la vida de Aylward, como su arresto en Rusia que fue reducido a unos soldados groseros que solo la maltrataron verbalmente. Las luchas de Aylward y su familia para afectar su primer viaje a China fueron ignoradas en favor de una trama de película de un empleador "condescendiente para escribir en 'su amiga' Jeannie Lawson en pos de beneficiar a la criada"; muchos personajes y nombres fueron cambiados, incluso cuando estos nombres tenían significado, tales como los de sus hijos adoptados y de la Hostería, llamado así por la creencia China en el número 8 como auspicioso. Además fue introducida una "historia de amor", que realmente nunca existió, tomando en cuenta que Gladys Aylward nunca se desposó. Al final del filme, la protagonista abandona a los huérfanos para casarse e irse con su pretendiente; lo cual fue rotundamente falso. La contrapartida al film, se publicó el libro "Chinnesse Whispers", quien si retrato con rigurosidad la obra de la misionera británica.
Muerte y legado
Aylward falleció el 3 de enero de 1970, justo antes de su cumpleaños 68 y está enterrada en un pequeño cementerio en el campus de la Universidad de Cristo en Guandu, Taipéi, Taiwán. Ella era conocida por los chinos como 艾偉德 (Ài Wěi Dé - una aproximación china a 'Aylward' - lo que significa 'Uno virtuoso'). Poco después de su muerte, una escuela secundaria Edmonton, anteriormente conocida como "Vertedero de Hall", fue retitulada, "Gladys Aylward School "en su honor .
Han desarrollado numerosos libros, cuentos y películas sobre la vida y obra de Gladys Aylwar
viernes, 18 de mayo de 2018
La pequeña gran mujer en la China por GLADYS AYLWARD narrada a CHRISTINE HUNTER
La pequeña
gran mujer
en la China
por GLADYS AYLWARD
narrada a CHRISTINE HUNTER
1. Los millones de la China . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
2. Sobre la marcha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
3. Del lazo del cazador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
4. Entre las mulas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
5. Entre los pies . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46
6. Nueve peniques . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 52
7. La señora Ching. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55
8. Calma antes de la tormenta . . . . . . . . . . . . . . . . 63
9. En guerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
10. La huida. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
11. La larga jornada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
12. El estetoscopio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
13. El Dios que ama. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
14. El señor Shan . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124
15. Aun hasta la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
16. De regreso a Inglaterra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
17. Wong Kwai . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
18. Un traje viejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151
1
Los millones de la China
Mi mayor ambición en la vida era poder actuar en los escenarios.
No había recibido una buena educación, pero tenía
facilidad de palabra, y me gustaba actuar.
Fui educada en un hogar cristiano y asistía a la iglesia
y a la Escuela Dominical cuando era niña, pero, a medida
que fui creciendo, todo lo que tuviera que ver con religión
me interesaba.
En aquellos días la mayoría de las muchachas de la clase
media obrera sólo llegaban a ser sirvientas porque no había
muchas otras oportunidades para ellas. Fue así como llegué
a ser camarera; pero en las noches asistía a las clases de
arte dramático, ya que me había propuesto actuar en los
escenarios fuera como fuera.
Una noche, sin embargo, por alguna razón que jamás
podré explicar, asistí a un servicio religioso. Allí, por vez
primera, me di cuenta de que Dios tenía derecho a reclamar
mi vida, y acepté a Jesucristo como mi Salvador. Me
hice miembro de la Campaña pro Vida Juvenil, y en una
de sus revistas leí un artículo sobre China que me causó
una tremenda impresión. Saber que millones de chinos
jamás habían escuchado el mensaje de Jesucristo, fue para
mí conmovedor, y me convencí que en verdad deberíamos
hacer algo al respecto.
Primero visité a mis amigos cristianos y les hablé acerca
de los chinos, pero ninguno pareció preocuparse mucho por
ellos. Entonces traté de persuadir a mi hermano.
—Estoy segura que si yo lo ayudara —me dije a mí
misma—, ¡él gustosamente iría a la China!
—¡Yo no voy! —me dijo bruscamente—. Ese trabajo
es para una niña vieja. ¿Por qué no vas tú?
¡Con que ese trabajo es para una niña vieja! —pensé para
mis adentros, llena de cólera. Pero la embestida me había
acometido con fuerza. ¿Por qué tratar de obligar a otros a
ir a China? ¿Por qué no ir yo misma?
Comencé a preguntar cómo podría prepararme para
ir a un país a miles y miles de kilómetros de distancia,
del cual yo no conocía prácticamente nada excepto que
allí necesitaban gente que les hablara del amor de Dios.
Me dijeron que debería presentarme ante cierta sociedad
misionera y asistí eventualmente al colegio de esta sociedad
durante tres meses.
Al cabo de ese tiempo, el comité decidió que mis cali)-
caciones eran demasiado bajas, y mi educación demasiado
pobre para poder aceptarme. La lengua china, dijeron ellos,
sería demasiado difícil para que yo la aprendiera.
Abandoné las o)cinas del comité silenciosamente, con
todos mis planes arruinados. Al pensar ahora en aquel
incidente, yo no puedo culparlos. Yo sé que nadie lo haría.
¡Cuán estúpida debí haberles parecido entonces! El hecho
de que no sólo aprendí a hablar, sino que, posteriormente,
también a leer y a escribir la lengua china como cualquier
nativo, constituye para mí uno de los más grandes milagros
de Dios.
El presidente del comité salió corriendo detrás de mí,
y me alcanzó.
—¿Qué va usted a hacer, señorita Aylward? —me preguntó
amablemente.
—No lo sé —respondí—, pero estoy segura de que
Dios no quiere que siga siendo una camarera. Él desea que
haga algo para Él.
—A todo esto —me interrogó—, ¿le gustaría ayudar
a dos de nuestros misioneros jubilados que necesitan una
ama de casa?
—¿Dónde están?
—Están en Bristol. ¿Irá usted allá?
—Muy bien —respondí—, pero déjeme usted primero
darle las gracias por la gentileza que me han demostrado.
Siento no haber podido aprender mucho en el colegio,
pero cuando menos he aprendido a orar y a orar realmente
como jamás lo había hecho, y eso es algo por lo que siempre
estaré agradecida.
Me fui a Bristol a buscar al Dr. Fisher y a su esposa.
Aprendí muchas cosas de ellos; su fe implícita en Dios fue
una verdadera revelación para mí. Nunca me había encontrado
con nadie que con)ara en Él de forma tan completa,
implícita y obediente. Ellos tenían a Dios como Amigo, no
como un Ser distante, y vivían con Él día a día.
Me contaban historias de sus propias vidas en países
lejanos.
—Dios jamás nos abandona. Él nos envía, nos guía y
provee lo necesario para nosotros. Quizá, Él no conteste
nuestras oraciones tal como quisiéramos, pero sí las contesta.
Recuerde que un no vale tanto como respuesta como un sí.
—¿Cómo podré saber si Él quiere que yo vaya a China
o me quede en Bristol? —les pregunté.
—A su debido tiempo Él se lo indicará. Siga usted velando
y orando.
Los viejos misioneros me ayudaron y fortalecieron, pero
yo seguía deseando estar “en los negocios de mi Padre”.
A la semana siguiente me marché a Neath, a trabajar
para la Asociación Cristiana de Mujeres y Señoritas. Pero no
encontré lo que yo necesitaba para desenvolverme. Entonces
me dirigí a Swansea donde trabajé como una hermana en el
cuerpo de rescate. Cada noche salía a pasear por los alrededores
de los muelles y por las calles oscuras y desagradables
y, bajo la luz amarillenta de las lámparas de gas, trataba de
ayudar a las mujeres y a las jóvenes que vagaban por ahí.
Entraba a las casas públicas y rescataba a las muchachas
a quienes los marineros habían emborrachado, y me las llevaba
al albergue. Y los domingos me llevaba tantas como
podía a la Misión Evangélica de Snelling.
Sentía gozo ayudando en esta obra y pensaba que era
algo que valía la pena. Sin embargo, el pensamiento de ir a
China me atormentaba. ¡China, China! y ¡siempre China!
No podía deshacerme de la idea de que Dios me necesitaba
allá.
Por )n decidí que, si ninguna sociedad misionera me
enviaba, quizá yo me podría ir con alguna familia que necesitara
una niñera. Fui a Londres a pedir consejo, pero todos
se opusieron a mi idea.
—Quítate de la cabeza la idea de ir a China —me
dijeron—. Continúa con la gran obra de rescate que estás
haciendo.
Regresé a Swansea deprimida y desanimada, y en el
tren saqué la Biblia de mi maleta. En realidad no conozco lo
su%ciente la Biblia como para comenzar a predicarla a otras
personas —me dije a mí misma entre tanto que pasaba una
página tras otra—. Tal vez necesite ponerme a estudiarla y
conocerla verdaderamente. De modo que comencé a leer
desde el primer versículo y seguí leyendo hasta llegar a
Abraham. “Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu
tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra
que te mostraré. Y… engrandeceré tu nombre, y serás bendición”
(Gn. 12:1-2).
Ese versículo me conmovió profundamente. He aquí
un hombre que había dejado todo —su hogar, su pueblo,
su seguridad— para marcharse a un lugar extraño porque
Dios se lo había ordenado. Tal vez Dios me estaba pidiendo
que yo hiciera lo mismo.
El siguiente mensaje conmovedor me llegó cuando leí la
historia de Moisés. He aquí otra vez a un hombre que hizo
algo sin tener absolutamente nada. ¡Qué valor tuvo para
emprender la marcha con una turba que desde el principio
se había mostrado rebelde y difícil de manejar! ¡Cuánta fe
debió haber tenido para obedecer a Dios y desa)ar todo el
poder de Egipto y el despotismo del Faraón! Pero Moisés
tenía que iniciar la marcha; tenía que abandonar su tranquilo
hogar en el desierto.
Aquí llegué a la convicción de que verdaderamente me
encontraba con un mensaje importante. Si yo quería ir a
China, Dios me llevaría allá; pero yo tendría que estar dispuesta
a iniciar la marcha y abandonar la poca comodidad
y seguridad de que disfrutaba.
Finalmente decidí regresar a Londres, conseguir trabajo
como sirvienta en una casa, y ganar lo su)ciente para pagar
mi pasaje a China.
Al tercer día de estar trabajando como sirvienta, me
encontraba sentada sobre la cama leyendo mi Biblia. Ahora
ya había llegado al libro de Nehemías. Sentí mucha pena
por él y pude entender por qué lloró y se lamentó cuando
escuchó acerca de Jerusalén y de su gran necesidad y de
que no podía hacer nada para ayudarla. Él era una especie
de mayordomo y tenía que obedecer a su amo así como
yo, pensé para mis adentros. Entonces me volví al segundo
capítulo.
—Pero él se fue —exclamé en voz alta, y una extraña
sensación de regocijo inundó mi ser—. ¡Él se fue a Jerusalén
a pesar de todo!
Entonces oí una voz como de alguien que estuviera en
mi cuarto, que me dijo:
—Gladys Aylward, ¿es el Dios de Nehemías tu Dios
también?
—¡Sí, por supuesto! —respondí.
—Entonces haz lo que hizo Nehemías, y vete.
—Pero yo no soy Nehemías.
—No, pero ciertamente yo soy su Dios.
Con eso quedó todo arreglado. Creía que estas eran las
órdenes de marcha para mí.
Puse la Biblia sobre la cama, a un lado de mi copia de
la Luz Cotidiana y, al otro lado, todo el dinero que tenía:
2½ d. (Dos y medio peniques, cerca de dos y medio centavos
de dólar). Qué colección tan pequeña y ridícula me
parecían aquellas cosas, pero simplemente dije:
—Oh Dios, aquí está la Biblia de la cual quiero hablar
a otros, aquí está mi Luz Cotidiana que cada día me da una
promesa, y aquí están los dos y medio centavos de dólar
que tengo. Si Tú me necesitas, yo voy a China con esto.
En aquel momento, otra sirvienta asomó la cabeza por
la puerta y me dijo:
—¡Estás loca, Gladys! ¿Por qué cotorreas contigo misma
en esa forma?
Pero a mí no me importó. Sentí que Dios me estaba
empujando, y estaba dispuesta a obedecer. Sonó la campanilla;
mi ama me necesitaba.
—Yo siempre pago los pasajes de mis sirvientas cuando
las contrato —dijo—. ¿Cuánto te costó el pasaje para
llegar aquí?
—Fueron dos chelines y nueve peniques desde Edmonton,
señora.
—Bien, toma estos tres chelines, y espero que te encuentres
feliz aquí, Gladys.
—Gracias, señora.
De modo que en unos cuantos momentos, mis dos y
medio peniques habían aumentado a tres chelines.
En mis días libres trabajaba en otras casas como camarera,
ganando algunas veces diez chelines o una libra por
ayudar en el comedor. Otras veces trabajaba toda la noche
en alguna )esta social y ganaba hasta £1.20 (cerca de $7.50
oro). Y lo ahorraba todo.
Fui a una compañía naviera y pregunté cuánto costaba
el pasaje a China. Noventa libras esterlinas parecía ser lo
más bajo hasta que un dependiente dijo:
—Si usted desea lo más barato, puede irse por ferrocarril
atravesando Europa, Rusia y Siberia.
Entonces me dirigí a las o)cinas de Muller en el Haymarket
y le pregunté:
—¿Cuánto cuesta el pasaje sencillo a China?
Al oír mi pregunta, al empleado se le desorbitaron los ojos.
—¿A China, dijo usted? Vamos, señorita, no tenemos
tiempo para bromas. ¿Qué es lo que usted desea?
—Deseo saber cuánto cuesta el pasaje sencillo a China
por ferrocarril.
—Muy bien… ¡yo nunca! Pero, por supuesto, le informaré
a usted si viene dentro de uno o dos días.
El boleto me iba a costar £47.10 desde Londres a Tientsin,
pero me advirtieron insistentemente que no utilizara
esa vía porque había guerra en Manchuria y no me garantizaban
que yo llegara a mi destino )nal.
—Hay demasiados riesgos —insistió el dependiente
—Yo soy la que tendré que afrontar esos riesgos. ¿Me
permite dejar algo a cuenta de mi pasaje?
Coloqué tres libras esterlinas sobre el mostrador, y cada
vez que ahorraba una libra la llevaba a la o)cina de Muller.
Al principio, ahorrar para el pasaje me parecía algo casi
imposible, pero en los meses siguientes comenzaron a ocurrir
cosas muy extrañas.
Un día mi ama se dirigía a una )esta con una de sus
amigas de su esfera social, pero en el último instante la
amiga se enfermó y no pudo asistir. Mi ama me mandó
llamar y con toda calma me dijo:
—Yo quiero que tú me acompañes a la )esta en lugar
de mi amiga.
—Pero yo no puedo ir a una )esta tan elegante en ese
jardín.
—¿Por qué no?
—¿Ha visto usted mis mejores vestidos?
—Bueno, si ese es el obstáculo, aquí tienes la llave de
mi guardarropa. Toma todo lo que necesites.
Como cualquier mujer, disfruté aquella )esta toda la
tarde. Engalanada de pies a cabeza con los mejores atavíos
que jamás había lucido en mi vida, me paseaba de un lado
a otro junto con mi ama, sintiéndome a mis anchas.
Cuando regresé a casa y estaba a punto de quitarme
aquella )na ropa prestada, mi ama me dijo:
—Lucías muy bien esta tarde. Deseo que te quedes con
todo lo que llevas puesto.
De suerte que ahora me encontraba provista de la ropa
que justamente necesitaba y que jamás hubiera podido adquirir
por mí misma, y la cual utilicé hasta que llegué a China.
Fue así como gracias a muchos, y casi milagrosos incidentes
pequeños como el que acabo de mencionar, en lugar
de necesitar tres años para ahorrar el pasaje, en el otoño
ya había logrado pagar en su totalidad la suma de éste a la
Compañía Muller, o sea 47.10 en libras esterlinas.
Ahora el problema era, ¿a qué parte de la China iría
yo? Por aquel entonces dio la casualidad de que un pastor
llamó a la casa de mi madre y solicitó mi ayuda para una
campaña de actividades religiosas en su iglesia. Ésta sería
la primera ocasión en la que participaría en una obra de
verdadera trascendencia pública.
Fue precisamente en una de estas reuniones que una
señora anciana me detuvo y me dijo:
—Yo también estoy interesada en China, porque una
amiga mía tiene otra amiga que acaba de regresar a ese
país. Se trata de la señora Lawson. Ella tiene ahora setenta
y tres años y ha sido misionera en China durante muchos
años. Regresó a casa después de que su esposo murió, pero
no pudo acostumbrarse aquí, y se ha marchado de nuevo a
China a pesar de su edad. Ahora ella ha escrito a mi amiga
diciéndole que está orando fervorosamente para que Dios
ponga el deseo de ir a China en alguna persona joven para
que lleve a cabo la obra que ella había ya iniciado.
—Muy bien, esa persona soy yo —le dije, e inmediatamente
me puse a buscar a la señora que tenía la carta. Escribí
a la señora Lawson, y después de una larga espera vino
la ansiada respuesta: “La encontraré a usted en Tientsin, si
usted sabe cómo llegar”.
Con eso quedó todo arreglado. El ferrocarril me tendría
que llevar hasta Tientsin; la señora Lawson me esperaría allí.
Entonces comencé a empacar mis cosas apresuradamente.
Mi padre insistió en que fuera a casa por algunos
días, y allí todos se esforzaron por ayudarme. Ivy Benson,
una amiga mía que también era sirvienta, me regaló una
maleta que yo necesitaba, y por cierto que no fue sino hasta
mucho tiempo después que descubrí que de ella provenía
aquel regalo que había quedado en el anonimato. Mi madre
me cosió bolsillos secretos en el interior de mi chaqueta y
dentro de un viejo corset para que guardara mis boletos,
mi pasaporte, mi Biblia, mi pluma fuente, y dos cheques
para viajeros de una libra esterlina cada uno. Otra amiga
me regaló un viejo abrigo de pieles y mi familia le confeccionó
un forro para que abrigara más.
Cuánta bondad mostraron todos conmigo, me doy
cuenta claramente cada vez que vuelvo a recordarlo. Qué
grande fue el sacri)cio que mis padres hicieron al permitir
que me fuese sola a un lugar a miles de kilómetros de distancia,
conscientes de que probablemente jamás volverían
a verme. Cuánto tengo que agradecerles el sacri)cio de no
tratar de retenerme jamás.
En mi maleta llevaba galletas dulces y saladas, carne
enlatada, frijoles cocinados, pescado, cubitos de carne, esencia
de café, té y huevos cocidos. En un viejo cobertor del
ejército llevaba cosas sueltas y otras zarandejas, tales como
un poco de ropa, una colchoneta, una tetera, una cacerola,
y una pequeña estufa de alcohol que completaba todo
mi equipaje. No llevaba dinero para comprar comida en el
camino, de modo que traté de apañarme con lo que llevaba
conmigo. La maleta estaba pesada, pero yo con)aba que al
menos se iría aligerando en el curso del viaje
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